miércoles, 30 de agosto de 2017

Cuento LA SOLEDAD

LA SOLEDAD

(Cuento ganador de la Primera Mención en el “Concurso Internacional de Cuento, Gabriel García Márquez, Aracataca, Colombia, 2017”).

 

En su rostro se advertía

el inconfundible aspecto del hombre

 que ha empezado a sentirse

derrotado por las circunstancias.

 (Gabriel García Márquez

La Hojarasca).

 

 

Ed pasó sin mirarla, rozando su cuerpo sin notar cómo movía la hamaca multicolor, de esas de San Jacinto que aún no se había desteñido, más por nueva que por fina. A Leo no le gustaba que se la movieran mientras se encontrara recostada allí leyendo, reposando, aspirando el aire dulce de la finca. Esa sensación le daba la impresión de temblor, a lo que le tenía pánico.  El kiosco, de tejas de barro y pilares de guadua, hacía más movedizas las hamacas que en él se colgaban.

        Cuando se la movió, ella volvió la vista hacia él, pero ya no pudo ver su cara de niño sino su espalda de hombre. Un dejo desgarbado y liviano, se notaba en sus pasos, que iban directo al cerco del potrero donde pastaban Yaruma y Chorola. Ellas no se percataron de la soledad, pero él sí.

        Camuflada en el tronco del árbol, de color castaño claro, una soledad observaba, aprensiva, los movimientos a su alrededor, lista a alzar vuelo si estos se volvían amenazantes. No era usual la presencia de soledades de carne y hueso en esta tierra de verdes prados, naranjos, mandarinos y limones, cuyos frutos eran el refresco en las tardes de tertulias familiares.

        La otra soledad tampoco era una habitante usual. Siete hermanos con sus dos generaciones descendientes se congregaban los fines de semana y algunos días de vacaciones, llenando de bulla y movimiento el ambiente tibio de la propiedad compartida, legado de sus padres.

La soledad que acechaba sus vidas ―ya por viejos, ya por jóvenes― era mitigada en este refugio, escenario de todo tipo de anécdotas, controversias y celebraciones.

        Ed regresó del potrero y le dijo:  

        ―Ya conté el ganado una, dos y la que falta, tres.

        ―Eso quisieras ―le replicó Leo, riéndose con efusión.

        ―¿Qué tal la soledad?

        ―Amor, no te pongas triste porque no vino alguien más de tu familia hoy. ¿No te parece agradable que estemos solos los dos? Además, puedo leer sin interrupciones ―dijo ella con un dejo de consolación en su voz.

        ―¡La soledad que está en ese guayacán! ―aclaró al instante Ed― Mírala qué hermosa; de cola larga; tiene cuerpo de barranquillo, color amarillo quemado, saraviada en el lomo; es muy escasa, yo no la había visto por aquí.

         ―¡Ay, sí! Ya la vi. ¿Es escasa? ¿Se asomará presagiando soledades? Me da temor que nos esté avisando algo. ―El comentario de Leo hizo reaccionar a su marido con impaciencia: 

         ―No digas bobadas.

        ―Pues sí. ¡No creo en nada, para creer en agüeros! ―dijo la mujer como borrando de un tajo no solo un decir, sino también un sentir, y completó el comentario―: de todos modos, me parece más lindo el barranquillo, con sus múltiples colores. Esta parece su viuda triste despojada de ropaje, consorte y barranco.

         Él asintió con un leve movimiento de cabeza.

        Los dos se quedaron callados. Ella pensando en los agüeros y en el dicho: "No creo en brujas, pero que las hay, las hay". Pensaba en la mariposa negra que encontró en su casa y esa noche se murió su padre. Luego recordó otra mariposa que muchos años después se metió en su alcoba y, fuera del susto, no le trajo calamidad alguna. Entonces prefirió pensar en agüeros positivos, por ejemplo, las arañas monas que siempre que veía una le llegaba dinero inesperado. 

        Él, entretanto, pensaba en las cacerías que de niño hacía con su padre y en lo absurdo que era salir a matar animales sin pensar y sin pesar, pero que disfrutaba tanto. Recordó cuando entre las tórtolas que cazaron cayó una soledad que luego embalsamó con la ayuda del administrador del anfiteatro de la Universidad de Caldas. Le quedó tan linda que la vendió por mil pesos, mucha plata: se pudo comprar un balón de fútbol. Era el primer balón nuevo que poseía y el que le permitió, también por primera vez, sentirse líder en el colegio cuando salió a jugar fútbol en el recreo. 

       Parecía que había pasado mucho rato en esas divagaciones y, sin embargo, no fueron más de dos minutos. Leo pensó que los recuerdos son como el aire: se expanden sin notarse, pero de pronto lo llenan todo. Como en los mapas, donde un milímetro puede abarcar kilómetros.

    Los silencios entre ellos no se prolongaban. No por Ed, quien tenía fama de callado, sino porque ella hablaba por los dos y a él le hacía falta que Leo los quebrantara y hasta le preguntaba si le pasaba algo o si estaba enojada cuando guardaba silencio. Lo mismo con los abrazos y melindres. Le encantaba recibirlos más que  

―¿Te he contado alguna vez sobre la soledad que cacé en Puerto Solano? ―dijo él.

        ―No, cuéntame, ¿cómo fue? ―le instó ella con ansias de escucharlo.

        ―Mi papá nos llevó a mi hermano y a mí a la excursión de los amigos del banco. Ellos se incomodaron porque querían estar solos, hablar sin cohibirse, tomar trago y estar a sus anchas, pero delante de dos muchachos pequeños se tenían que medir. Cuando llegamos, Julio, El Cojo, que era el mandamás del viaje, le dijo a mi papá que nos acomodara en el vuelco de la camioneta en lugar de la carpa. Le hizo caso a regañadientes y se quedó algo preocupado por dejarnos tan retirados del campamento. Pero con los dos primeros aguardientes se olvidó de nosotros.

       

    Una soledad posaba en lo alto del árbol, guardián de nuestra noche. Oíamos, antojados, las risas y conversaciones y no podíamos conciliar el sueño. Con sigilo, nos fuimos acercando a la fogata. Entonces vimos algo que no podíamos creer: El Cojo se había quitado su pierna de palo y bailaba con la patasola, toda blanca, envuelta en un velo fosforescente que emitía unos rayos de luz energizada, con destellos morados. Su cara se cubría con la melena de la patasola y se fundía con la de esta en una sola. Los brazos de El Cojo, horizontales, simulaban un crucifijo. Los demás parecían ignorar el espectáculo y la danza proseguía al son de una música que no apreciábamos, aturdidos por el terror. Corrimos de vuelta y nos metimos, abrazados, debajo de las cobijas que nos habíamos tendido. Al amanecer, con el miedo trasnochado y algo dominado, volvimos al campamento a indagar por la suerte de los señores, especialmente la de nuestro padre y la de El Cojo.

         ―¿Qué crees que pasó? ―le pregunté a mi hermano. Como mayor siempre me trataba de proteger y yo me sentía seguro de su mano.

         ―Vamos a ver ―dijo.

        Caminamos veinte pasos y nos detuvimos para percibir mejor los sonidos que salían del lugar

         ―¿Oíste eso? ―dijo mi hermano―. Puede ser que se están levantando apenas. A lo mejor estarán haciendo el desayuno. ―El aroma lo inspiró.

          ―Ojalá ―repuse yo―. Tengo hambre.

        Efectivamente, mi padre estaba comenzando a preparar el desayuno y advirtió que nos acercábamos. Salió presto a nuestro encuentro. Una expresión anhelante le bañaba la cara.

    ―Buenos días, hijos, ¿durmieron bien? Ya iba a llevarles el desayuno. 
        ―Papi, ¿qué estaban haciendo ustedes anoche?, ¿qué pasó? ―preguntamos al unísono sin saludar.

         ―Nada, nos pusimos a recordar viejos tiempos y pronto nos venció el sueño. Vamos a cazar tórtolas tan pronto desayunemos y les voy a dar una sorpresa: los voy a dejar disparar con mi escopeta. ―En su respuesta notamos que ocultaba algo y lo cubría con concesiones. Nuestro entusiasmo por cazar, por primera vez como grandes, desvió nuestra atención y, sin más, nos concentramos en la próxima aventura.

        Nos organizamos, nos colgamos las mochilas de cabuya que ellos llamaban talegas, así como las tortoleras que eran otras talegas, pero con aros y tiras de cuero para amarrar del cuello las presas; nos pusimos las botas y, en fila india, emprendimos la entrada al monte. Estuvimos cuatro horas seguidas sin despabilar, en una actividad de calle-observe-dispare-recoja, sin descansar.

    Entre todos cazamos ocho tórtolas, un guatín, un conejo, y yo me coroné el trofeo: la soledad. Los amigos de mi papá se sorprendieron de que hubiera sido yo y se consolaban diciendo: “La suerte del chambón”.

   

    Leo le había puesto mucha atención al relato. Le hizo varias preguntas, pero Ed, con los ojos aguados, como se le ponían cuando la emoción lo asaltaba, no quiso continuar con el tema y entró como en un trance, como en proceso de nivelación tras una descarga grande de adrenalina. Observó cómo la andanada de luz en el horizonte se desbordó al ritmo de la excitación. 

        Comenzó a oscurecer. El atardecer intenso se había agotado, como parecía que se agotaba la conversación por el momento.

        Ella buscó la soledad en el guayacán; ya no estaba. Dirigió la mirada hacia el árbol de mangostinos que, aunque su tinta morada intensa e indeleble le había manchado su blusa bordada, le endulzó la mañana con sus frutos tan exquisitos.  Tampoco estaba allí, la buscó en otros árboles, pero no la vio más. Miró a Yaruma y Chorola, impávidas.

        Ambos se comunicaron sin hablar y, solo con la mirada, convinieron en que era hora de empacar sus cosas para volver al hogar a continuar con su rutina, aunque en realidad sus días no estaban marcados por la costumbre.

        No fue posible.

        Cuando él caminaba hacia la casa en busca del baño, situado a unos veinte metros, un súbito temblor de tierra sacudió el kiosco y derrumbó su techo. Leo bregó por zafarse de la hamaca ―que se movía alborotada en ondas cruzadas con las del terremoto― para huir despavorida, como era usual que reaccionara al pánico que le producían los movimientos telúricos tan frecuentes en la región. Las tejas de barro golpearon su cabeza. Quedó tendida en el suelo. Inmóvil.

         Ed volvió corriendo, se abalanzó sobre ella, estremecido por la soledad que lo envolvió. 

        En su rostro se advertía el inconfundible aspecto del hombre que ha empezado a sentirse derrotado por las circunstancias.

lunes, 7 de agosto de 2017


NO DESISTAS


Cuando vayan mal las cosas
como a veces suelen ir,
cuando ofrezca tu camino
solo cuestas que subir,

cuando tengas poco haber
pero mucho que pagar,
y precises sonreír
aun teniendo que llorar,


cuando ya el dolor te agobie
y no puedas ya sufrir,
descansar acaso debes
¡pero nunca desistir!

Tras las sombras de la duda
ya plateadas, ya sombrías,
puede bien surgir el triunfo
no el fracaso que temías,


y no es dable a tu ignorancia
figurarte cuán cercano
pueda estar el bien que anhelas
y que juzgas tan lejano.

Lucha, pues por más que tengas
en la brega que sufrir,
cuando todo esté peor,
más debemos insistir.

*Joseph Rudyard Kipling  
(Escritor y poeta británico nacido en la India).