(Cuento
ganador de la Primera Mención en el “Concurso Internacional de Cuento, Gabriel
García Márquez, Aracataca, Colombia, 2017”).
En su rostro se advertía
el inconfundible aspecto del hombre
que ha empezado a sentirse
derrotado por las circunstancias.
(Gabriel García Márquez
La Hojarasca).
Ed pasó sin mirarla, rozando su cuerpo sin notar cómo movía la hamaca
multicolor, de esas de San Jacinto que aún no se había desteñido, más por nueva
que por fina. A Leo no le gustaba que se la movieran mientras se encontrara recostada allí
leyendo, reposando, aspirando el aire dulce de la finca. Esa sensación le daba
la impresión de temblor, a lo que le tenía pánico. El kiosco, de tejas de barro y pilares de
guadua, hacía más movedizas las hamacas que en él se colgaban.
Cuando se la movió, ella
volvió la vista hacia él, pero ya no pudo ver su cara de niño sino su espalda
de hombre. Un dejo desgarbado y liviano, se notaba en sus pasos, que iban
directo al cerco del potrero donde pastaban Yaruma y Chorola. Ellas no se
percataron de la soledad, pero él sí.
Camuflada en el tronco del
árbol, de color castaño claro, una soledad observaba, aprensiva, los
movimientos a su alrededor, lista a alzar vuelo si estos se volvían
amenazantes. No era usual la presencia de soledades de carne y hueso en esta
tierra de verdes prados, naranjos, mandarinos y limones, cuyos frutos eran el
refresco en las tardes de tertulias familiares.
La otra soledad tampoco era una habitante
usual. Siete hermanos con sus dos generaciones descendientes se congregaban los
fines de semana y algunos días de vacaciones, llenando de bulla y movimiento el
ambiente tibio de la propiedad compartida, legado de sus padres.
La soledad que acechaba sus vidas ―ya por viejos, ya por jóvenes― era
mitigada en este refugio, escenario de todo tipo de anécdotas, controversias y
celebraciones.
Ed regresó del potrero y
le dijo:
―Ya conté el ganado una,
dos y la que falta, tres.
―Eso quisieras ―le replicó
Leo, riéndose con efusión.
―¿Qué tal la soledad?
―Amor, no te pongas triste porque no
vino alguien más de tu familia hoy. ¿No te parece agradable que estemos solos
los dos? Además, puedo leer sin interrupciones ―dijo ella con un dejo de
consolación en su voz.
. ―¡La soledad que
está en ese guayacán! ―aclaró al instante Ed― Mírala qué hermosa; de cola larga;
tiene cuerpo de barranquillo, color amarillo quemado, saraviada en el lomo; es
muy escasa, yo no la había visto por aquí.
―¡Ay, sí! Ya la vi. ¿Es
escasa? ¿Se asomará presagiando soledades? Me da temor que nos esté avisando
algo. ―El comentario de Leo hizo reaccionar a su marido con impaciencia:
―No digas bobadas.
―Pues sí. ¡No creo en nada,
para creer en agüeros! ―dijo la mujer como borrando de un tajo no solo un
decir, sino también un sentir, y completó el comentario―: de todos modos, me
parece más lindo el barranquillo, con sus múltiples colores. Esta parece su
viuda triste despojada de ropaje, consorte y barranco.
Él asintió con un
leve movimiento de cabeza.
Los dos se quedaron
callados. Ella pensando en los agüeros y en el dicho: "No creo en brujas,
pero que las hay, las hay". Pensaba en la mariposa negra que encontró en
su casa y esa noche se murió su padre. Luego recordó otra mariposa que muchos
años después se metió en su alcoba y, fuera del susto, no le trajo calamidad
alguna. Entonces prefirió pensar en agüeros positivos, por ejemplo, las arañas
monas que siempre que veía una le llegaba dinero inesperado.
Él, entretanto, pensaba en
las cacerías que de niño hacía con su padre y en lo absurdo que era salir a
matar animales sin pensar y sin pesar, pero que disfrutaba tanto. Recordó
cuando entre las tórtolas que cazaron cayó una soledad que luego embalsamó con
la ayuda del administrador del anfiteatro de la Universidad de Caldas. Le quedó
tan linda que la vendió por mil pesos, mucha plata: se pudo comprar un balón de
fútbol. Era el primer balón nuevo que poseía y el que le permitió, también por
primera vez, sentirse líder en el colegio cuando salió a jugar fútbol en el
recreo.
Parecía que había pasado
mucho rato en esas divagaciones y, sin embargo, no fueron más de dos minutos. Leo
pensó que los recuerdos son como el aire: se expanden sin notarse, pero de
pronto lo llenan todo. Como en los mapas, donde un milímetro puede abarcar
kilómetros.
Los silencios entre ellos no se
prolongaban. No por Ed, quien tenía fama de callado, sino porque ella hablaba
por los dos y a él le hacía falta que Leo los quebrantara y hasta le preguntaba
si le pasaba algo o si estaba enojada cuando guardaba silencio. Lo mismo con los
abrazos y melindres. Le encantaba recibirlos más que
―¿Te he contado alguna vez sobre la soledad que cacé en Puerto Solano? ―dijo
él.
―No, cuéntame, ¿cómo fue?
―le instó ella con ansias de escucharlo.
―Mi papá nos llevó a mi
hermano y a mí a la excursión de los amigos del banco. Ellos se incomodaron
porque querían estar solos, hablar sin cohibirse, tomar trago y estar a sus
anchas, pero delante de dos muchachos pequeños se tenían que medir. Cuando
llegamos, Julio, El Cojo, que era el mandamás del viaje, le dijo a mi papá que
nos acomodara en el vuelco de la camioneta en lugar de la carpa. Le hizo caso a
regañadientes y se quedó algo preocupado por dejarnos tan retirados del
campamento. Pero con los dos primeros aguardientes se olvidó de nosotros.
Una soledad posaba en lo alto
del árbol, guardián de nuestra noche. Oíamos, antojados, las risas y
conversaciones y no podíamos conciliar el sueño. Con sigilo, nos fuimos
acercando a la fogata. Entonces vimos algo que no podíamos creer: El Cojo se
había quitado su pierna de palo y bailaba con la patasola, toda blanca,
envuelta en un velo fosforescente que emitía unos rayos de luz energizada, con
destellos morados. Su cara se cubría con la melena de la patasola y se fundía
con la de esta en una sola. Los brazos de El Cojo, horizontales, simulaban un
crucifijo. Los demás parecían ignorar el espectáculo y la danza proseguía al
son de una música que no apreciábamos, aturdidos por el terror. Corrimos de
vuelta y nos metimos, abrazados, debajo de las cobijas que nos habíamos
tendido. Al amanecer, con el miedo trasnochado y algo dominado, volvimos al
campamento a indagar por la suerte de los señores, especialmente la de nuestro
padre y la de El Cojo.
―¿Qué crees que pasó?
―le pregunté a mi hermano. Como mayor siempre me trataba de proteger y yo me
sentía seguro de su mano.
―Vamos a ver ―dijo.
Caminamos veinte
pasos y nos detuvimos para percibir mejor los sonidos que salían del lugar
―¿Oíste eso? ―dijo
mi hermano―. Puede ser que se están levantando apenas. A lo mejor estarán
haciendo el desayuno. ―El aroma lo inspiró.
―Ojalá
―repuse yo―. Tengo hambre.
Efectivamente, mi
padre estaba comenzando a preparar el desayuno y advirtió que nos acercábamos. Salió
presto a nuestro encuentro. Una expresión anhelante le bañaba la cara.
―Buenos días, hijos,
¿durmieron bien? Ya iba a llevarles el desayuno.
―Papi, ¿qué estaban haciendo
ustedes anoche?, ¿qué pasó? ―preguntamos al unísono sin saludar.
―Nada, nos pusimos a recordar viejos
tiempos y pronto nos venció el sueño. Vamos a cazar tórtolas tan pronto
desayunemos y les voy a dar una sorpresa: los voy a dejar disparar con mi
escopeta. ―En su respuesta notamos que ocultaba algo y lo cubría con
concesiones. Nuestro entusiasmo por cazar, por primera vez como grandes, desvió
nuestra atención y, sin más, nos concentramos en la próxima aventura.
Nos organizamos, nos
colgamos las mochilas de cabuya que ellos llamaban talegas, así como las
tortoleras que eran otras talegas, pero con aros y tiras de cuero para amarrar
del cuello las presas; nos pusimos las botas y, en fila india, emprendimos la
entrada al monte. Estuvimos cuatro horas seguidas sin despabilar, en una
actividad de calle-observe-dispare-recoja, sin descansar.
Entre todos cazamos ocho
tórtolas, un guatín, un conejo, y yo me coroné el trofeo: la soledad. Los
amigos de mi papá se sorprendieron de que hubiera sido yo y se consolaban
diciendo: “La suerte del chambón”.
Leo le había puesto mucha
atención al relato. Le hizo varias preguntas, pero Ed, con los ojos aguados, como
se le ponían cuando la emoción lo asaltaba, no quiso continuar con el tema y
entró como en un trance, como en proceso de nivelación tras una descarga grande
de adrenalina. Observó cómo la andanada de luz en el horizonte se desbordó
al ritmo de la excitación.
Comenzó a oscurecer. El
atardecer intenso se había agotado, como parecía que se agotaba la conversación
por el momento.
Ella buscó la soledad en
el guayacán; ya no estaba. Dirigió la mirada hacia el árbol de mangostinos que,
aunque su tinta morada intensa e indeleble le había manchado su blusa bordada, le
endulzó la mañana con sus frutos tan exquisitos. Tampoco estaba allí, la buscó en otros
árboles, pero no la vio más. Miró a Yaruma y Chorola, impávidas.
Ambos se comunicaron sin
hablar y, solo con la mirada, convinieron en que era hora de empacar sus cosas
para volver al hogar a continuar con su rutina, aunque en realidad sus días no
estaban marcados por la costumbre.
No fue posible.
Cuando él caminaba hacia la
casa en busca del baño, situado a unos veinte metros, un súbito temblor de
tierra sacudió el kiosco y derrumbó su techo. Leo bregó por zafarse de la
hamaca ―que se movía alborotada en ondas cruzadas con las del terremoto― para huir
despavorida, como era usual que reaccionara al pánico que le producían los
movimientos telúricos tan frecuentes en la región. Las tejas de barro golpearon
su cabeza. Quedó tendida en el suelo. Inmóvil.
Ed volvió corriendo, se abalanzó sobre
ella, estremecido por la soledad que lo envolvió.
En su rostro se advertía
el inconfundible aspecto del hombre que ha empezado a sentirse derrotado por
las circunstancias.