LAS LUMINARIAS
Para Mavy, allá... en los fríos aires de Chicago.
"Y Dios dijo: que haya luz."
Las luminarias son las muchachas más chismosas de la ciudad.
Transnochadoras ellas,
trabajan las veinticuatro horas del día,
para deleite de planificadores urbanos
y tormento de los habitantes de las poblaciones.
Descendientes directas de las teas cavernarias
alegan ser las más aristócratas
del amueblamiento citadino.
Dicen ser, por ello, de sangre azul.
Cuando el día se entrega
al mortal abrazo de la noche,
ellas levantan sus párpados,
como persianas verticales,
para empezar su labor.
Enemigas acérrimas de la penumbra,
no hay rincón, recodo ni resquicio
que escape a su empeño esclarecedor.
Testigas de todo cuanto sucede a su alrededor,
ni un detalle se salva de su reveladora mirada.
Conoce los horarios de todos los moradores de la cuadra:
cuando llega el vecino ebrio,
la hora del salto por la ventana de la adolescente enamorada
y cuántos son los maleantes que brincan la reja de
seguridad.
Una canción de mi tierra dice:
"En la esquina de una plaza
había un faro-farolito
que alumbraba a las parejas
cuando se daban besitos."
Entonces los muchachos de mi generación
declaramos a las farolas
objetivos militares.
Les rompíamos el alma
con certeros proyectiles impulsados por caucheras.
Alarmadas las autoridades
empezaron a cambiarnos las hondas
por esferas de cristal.
Pero, recursivos nosotros,
utilizábamos las canicas como munición.
Los amantes furtivos nos pagaban por cada luminaria
dada de baja.
Así podían practicar, con tranquilidad y deleite,
sus artes amatorias.
Son las luminarias,
sin lugar a dudas y además de lengüilargas,
las chicas más elegantes de la urbe.
Siempre erguidas y bien paradas
llevan adornos de metalistería en sus alargados cuerpos,
se inclinan con reverencia ante las calles
y sus múltiples formas
desconciertan a los geómetras.
En tiempos pasados,
sobre La Quiebra del Guayabo,
muy nombrada calle de Manizales,
de las farolas colgaban materas florecidas
como si fueran antiguos camafeos.
Su capacidad de trabajo se mide en bujías, equivalentes a
una vela.
Así pues, ellas son un perpetuo ocho de diciembre para el
iluminado niño de Belén.
Los criminales las odian,
no los dejan trabajar en paz.
Los ladrones les gritan: ¡Sapas!
Ellas no entienden eufemismos,
las tendrían que llamar "delatoras judiciales",
para mayor claridad
y corrección política.
Cuando la claridad besa las calles
ellas bajan los párpados
para su pretendido descanso.
No se llamen a engaño
los pobladores de las polis:
las luminarias siguen mirando,
su labor de corre- ve y diles
es las veinticuatro horas del día.
Las únicas personas
que aprecian a las farolas
son los ciegos.
Ellas les ayudan en su inacabable estado de oscuridad.
Las luminarias son,
en definitiva,
las muchachas más chismosas de la ciudad.
John Hoyos
Manizales