Acá lo comparto:
LUCILA Y LOS CALZONES
Se despidió de sus
hijos con la tranquilidad que la ignorancia le confería y salió de la vereda en
un jeep Willys azul, de transporte
público. Transitó por hora y media una carretera destapada en medio de
cañaduzales verdeoro. Varios de los pasajeros iban parados en la parte de
atrás. Desde el interior, Lucila veía piernas y troncos, y quien estuviera
mirando desde afuera, observaría cabezas coronando el viento. Un poco mareada se
bajó en la cabecera municipal. Allí
caminó hasta que se mejoró, subió al bus con destino a Manizales y viajó otras
dos horas y media con las ventanas abiertas para refrescar su cuerpo pegajoso.
Llegó a su destino.
Llevaba su pelo largo suelto, tan negro como sus zapatos de cuero sintético y
como sus ojos que se perdían entre cuencas grandes. Con una constante y cálida sonrisa
realzaba su aspecto agraciado. Hablaba poco, solo lo preciso, con un dejo
embera-chami en su acento.
─Cuénteme Lucila, ¿su
familia no tiene problema con que no viva con ella?
─No señora, tenemos
muchas necesidades, tengo que trabajar.
─ ¿Y sus hijos?
─Mi mamá me cuida los
dos niños, yo iré cada mes.
A la señora se le
notaba el peso de la culpa, pero pesó más la comodidad desvergonzada para
justificarla: ella también estaba muy necesitada de la colaboración de la
muchacha. Arreglaron su relación laboral para que trabajara en los oficios
domésticos como interna, con salidas los miércoles en la tarde y los fines de
semana.
─Este es su espacio,
Lucila, siéntase en casa. -Le dijo después de mostrarle el apartamento.
La llevó a su
habitación donde descargó su equipaje: una mochila de fique y un maletín de
nylon, trajinado y con bolsillos por donde se salía parte del contenido que,
por suerte, la parrilla del jeep no dejó rodar. El cuarto era amplio
y tenía una ventana pared a pared por donde se escuchaba el mundo exterior y su
rutina en agitación. Se sentía atraída por los anuncios cantados de los
voceadores: “Escobass, traperoooss, … Se arreglan zapatoooss…el aguacate madurooooo... etc”.
Lucila era de
ancestros indígenas, limpia y ordenada; sabía cocinar con buena sazón;
amable y respetuosa, aunque algo fría, tal vez plana. Cuando se desocupaba, se asomaba a la ventana o veía
las novelas en la televisión. A veces la sentían hablar con alguien; iban a ver
con quién lo hacía, pero estaba sola mirando para la nada o cantando bajo.
Tener a Lucila al
frente de las tareas del hogar le permitió a la joven señora trabajar en un
cargo ejecutivo. Una vez, cuando le servía el almuerzo, la empleada le dijo con
dificultad y algo ruborizada:
─Doña, esta mañana
llamaron. -Hizo un descanso, tratando de reunir coraje para soltar un entuerto,
esbozó una sonrisa ahogada como para amortiguarlo.
─ ¿Quién llamó?,
cuente.
─No sé quién
era. Es que timbró el teléfono, contesté y una persona muy amable me dijo
que fuera al baño a mirar algo.
─ ¿Qué tenía que
mirar? -Replicó la señora con inesperada ansiedad.
─Sus calzones.
─ ¿Qué? Suelte
Lucila, explique, ¿cómo así?
─Me dijeron que fuera
al baño, a la ducha y viera si sus calzones estaban allá.
─ ¿Y usted qué dijo,
preguntó quién era?
─No señora, no me dijo
quién era, solo que atisbara.
─ ¿Y usted qué
hizo?
─Dije que esperara un
tantito yo iba hasta su baño.
─ ¿Cómo? No puedo
creer que le hizo caso…
─Sí, es que era como
buena persona
─ ¿No le dijo para
qué quería saber eso?
─No patrona.
─ ¿Era señor o
joven?
─No sé, no le
pregunté cuántos años tenía.
─Por supuesto que no,
si no le preguntó para qué quería saber sobre mis panties, menos le iba a preguntar la edad…
El teléfono no era
inalámbrico, estaba contestando desde la sala, al otro extremo del cuarto
principal. Lucila iba dando pasos lentos, -como de costumbre-, arrastrando sus
sandalias carmelitas de caucho, con la mano izquierda en el bolsillo del
delantal, demorándose más de la cuenta en retomar la llamada. Y al otro lado de
la línea, a quién -imaginaba la señora- … ¿quién? ¿Quién podría estar llamando
a averiguar semejantes sandeces?
─ ¿Entonces usted fue
a obedecerle a alguien que no sabía quién era ni por qué estaba pidiéndole esos
datos?
─Sí doña, yo dije que
ya’iba a ver.
Lucila contestaba con
naturalidad y obediencia.
─ ¿Y fue y qué?
─Yo busqué en su baño
los cucos y sí estaban allá. Volví a la mesa del teléfono y dije: ¿aló? y el
señor me preguntó que si había buscado los calzones de la señora. Sí señor, ahín están, le contesté.
─ ¿Entonces? -Le
inquiría la señora inquieta. Para que le contara todos los detalles de lo que
había pasado, reprimía las ganas de regañarla.
─Pues el señor me
dijo que volviera a mirar si estaban sucios.
─No me diga que usted
volvió a mirar… ¿Fue hasta allá otra vez?
─Sí señora, fui y
miré. Volví al teléfono y le dije que sí, sí señor.
─ ¿Quéee? ¿Cómo así
Lucila?
─Ay, es que yo quería
decir que sí que estaban lavados, pero ese señor estaba era pensando que
estaban sucios y me dijo: cuénteme a qué le guelen.
Entonces yo le dije: no señor, a nada, no ve que están lavados, será a jabón.
Que qué jabón usaba, me preguntó y yo le dije que usted mantenía en el baño un
frasquito con Vel Rosita. Y que de qué
color eran, me preguntó y que si había también un liguero. Y yo le dije que
eran blancos y que no hayn más.
Entonces me preguntó izque si eran tengas brasileras y yo le dije que no
sabía, que yo creía que eran calzones colombianos. Y me interrumpió: No…quiero
decir que si son anchos o tienen solo una tira atrás. Le expliqué que tenga,
tenga, no sabía qué tenían… que yo veía que eran muy pequeñitos, como tres
tiras con una parte más grande alante,
que no eran tan grandes como los normales que uso yo. Antonces me dijo: “pero deben de ser tangas, muy bonitas y tener
encajes…” Ahí le dije que me tenía que ir a la cocina que se me iba a pegar el
arroz y me dijo que gracias y que tuviera buena tarde.
Lucila contaba lo
dialogado con el investigador de calzones con una recién adquirida soltura que
dejaba a su interlocutora pasmada. Se veía más cómoda que en sus quehaceres
diarios, como si hubiera desarrollado verbo y tuviera más capacidad de
expresión, como si el asunto le implantara una energía sin conocer, un oficio
por descubrir.
Cuando volvió esa
tarde a la oficina, a la joven señora todos los compañeros le parecían
sospechosos: Carlos, tenía una mirada pícara, podría ser; el otro día le dijo
que estaba muy bonita, le pareció un cumplido respetuoso. Pero ahora,
retrospectivamente, sentía que llevaba algo de coquetería. Al encontrarse con
él, notó que la miraba de arriba abajo. Este puede ser, le voy a poner una
trampa, pensó. Cuando más tarde se topó con Otoniel, se dijo: tiene cara de
depravado, se ve que tiene fantasías sin solución, a lo mejor es él, lo tendré
en la mira. Ah, y qué tal Miguel, el otro ejecutivo que tenía fama de sano, ese
no parecía capaz de matar una mosca, pero no había que fiarse de las
apariencias, de las aguas mansas, líbranos Señor; ese podía ser, cada que se
encontraban le sonreía.
Toda cara de hombre
que veía, le parecía digna de desconfianza. El trabajo cambió de sentido. Ahora
debía alertar su sistema adivinatorio, activar tentáculos. Cualquier cliente
que entraba a la oficina, se convertía en sospechoso. Si salía a la
calle, buscaba en todos los hombres el rostro del posible invasor de su intimidad.
Esa noche, la señora
no tuvo fácil conciliar el sueño. Repasaba con su almohada (no podía hacerlo
con su marido para no empeorar la situación) todos sus amigos y conocidos y les
analizaba su personalidad. Al otro día continuó con las pesquisas hasta que,
poco a poco, el tiempo y sus ocupaciones la fueron distrayendo. No le duró el
respiro.
A la semana siguiente
se repitió la llamada; Lucila la respondió con negativa, pero a la tercera vez,
cedió de nuevo a las demandas del desconocido. Después de pensar si estaría
arriesgando su puesto, decidió confesarle a la señora que había vuelto a darle
datos de color, estilo y tamaño al señor del teléfono. “Sobre el olor no le
quise contestar porque me daba pena con usted que creyera que yo estaba goliéndole sus calzones”.
Desde entonces, la
señora sintió que quedó inscrita en la Asociación Mundial de Paranoicas; no pudo
trabajar sin indagar en todos los rostros que la rodeaban, en las mentes que
tras de ellos se escondían, en los fetichistas que ella involuntariamente
aupaba. Con la aceptación que le imponía la impotencia, admitió que su
misión era resolver el enigma, aunque probablemente sería encontrarse frente a otro
misterio.
FIN